Resulta muy difícil que los padres examinemos nuestra propia actitud ante los problemas de los hijos. Admitimos todo tipo de justificación, buscamos y rebuscamos los más variados argumentos y, muy excepcionalmente, caemos en la cuenta de revisar nuestro propio papel en los dramas que afligen a nuestros vástagos. Así vemos que los fracasos escolares se atribuyen al sistema, a los maestros o a la mismísima calle; que los matrimonios son insostenibles por culpa de la nuera o el yerno; que los puestos de trabajo necesitan padrino y que los " pobres chicos" no abandonan el hogar porque los pisos están por las nubes y apenas ganan para mantener parte de su independencia.
Vaya hoy la reflexión de mi memoria para estos últimos que, con edad suficiente, deberían haber abandonado el nido. Tiempo habrá para mirar las otras perspectivas.
LOS HIJOS ATORNILLADOS
Hagan la prueba: cualquier tertulia ocasional, en la que salga el tema del retraso en la salida de los hijos del redil familiar, será ocasión más que suficiente para que la polémica esté servida.. Y es que el tema, que hoy se ha convertido en multifamiliar, se presta a las más variadas opiniones... al final se ofusca la razón de la objetividad y, detrás de cada argumento, aparece velado el manto de protección paternal o maternal que todo lo justifica y todo lo argumenta con tal de salvar la actitud de los hijos; eso sí, sin mirar, ni por asomo, la parte de responsabilidad que a los padres nos corresponde en el conflicto. Conclusión inevitable y recurrida: los hijos no se independizan porque no pueden: así de simple.. Argüimos que la sociedad no es justa, y, simplificando, la culpa, como siempre, la tienen las leyes, el Gobierno, los constructores o el demonio. Llegado ese momento de la discusión los hijos desaparecen del escenario, a pesar de ser la causa del problema, y se culpabiliza a cualquiera de un problema que es simplemente de los protagonistas directos: los padres y los hijos.
Buceando en mi frágil memoria recupero que en mi juventud el problema general de las familias era el más elemental sustento. Años de hambre y escasez, los jóvenes se prestaban a cualquier faena con tal de traer recursos a la casa o de evitar gastos imposibles para aventuras de estudios o trabajos vocacionales. La necesidad espoleaba con urgencia los esfuerzos más inauditos.
Rememoro aquellos ejemplares compañeros de colegio que con humildad y ánimo indestructibles servían a los demás, como si de criados se tratara, con tal de conservar la beca que en sí ya conllevaba, por añadidura, la condición de obtener las mejores calificaciones. Hacia ellos conservo en mi memoria la más cálida admiración y afecto.
No importaban los quehaceres ni las horas; no se regateaban sacrificios ni sobreesfuerzos para acudir a varios trabajos que apenas dejaban tiempo para el descanso por ello emprender el vuelo era la mejor solución para restar una boca a la escuálida economía familiar. Era la voluntad y el tesón de los hijos la que forzaba la decisión de la independencia obligada.
Pasados los años y ya con la responsabilidad empresarial a mis espaldas, recuerdo que los inmigrantes de los años 70, de Extremadura, de Andalucía..., venían al trabajo con la obsesión de hacer horas para comprarle un piso al hijo después de procurarse el propio con la venta de sus bienes raíces allá en sus tierras. Discutí en más de una ocasión ese comportamiento sacrificante, y sin justificación para mí, de acortar el camino al hijo cuando los padres apenas comenzaban a disfrutar, después de muchos esfuerzos, de una despensa abastecida. Era inútil decirles que yo con varios hijos vivía en piso de alquiler a la espera de mayores disponibilidades para acceder mi propia vivienda; y es que sobrepesaba sobre su conciencia la cultura paternalista de la España profunda.
La etapa posterior, la de la abundancia y el consumo, la conocen perfectamente quienes me premian leyéndome y espero compartan conmigo que, con demasiada frecuencia, se olvida que educar es transmitir, como valor sustancial, la rentabilidad humana del esfuerzo, del sacrificio, de la negación de los propios caprichos o incluso de las propias vocaciones y vacaciones. Comportamientos estos casi desterrados de nuestra sociedad, lo sé, pero al mismo tiempo tan vigentes en nuestra humanidad que renacen cada día a través del deporte, la dieta, la aventura, o la búsqueda de nuevas emociones o nuevos destinos, todos ellos imposibles sin una alta dosis de renuncia aceptada, eso sí, con gusto y estímulo envidiables.
Tal vez con nuestro consentimiento de padres acomodados, y aplicando mal el concepto de libertad, estemos favoreciendo el atornillamiento de los hijos al plácido hogar a la vez que, probablemente, enmascaramos un sentimiento injustificable de miedo al nido vacío o quizás, y más aún, del temor al hijo sobrepasado de esfuerzo: pobrecito mío.
No pueden liberarse de casa pero disponen de coche propio, de ordenador, de videoconsolas y viajan cada año a los destinos más exóticos. Y de vivir en piso alquilado ni hablar, no está bien visto. Algo tan normal en los países desarrollados como es vivir en pisos alquilados o compartir viviendas microscópicas resulta ser aquí, gracias a esa vieja cultura de algunos padres, y con la mirada conformista del hijo, “mal visto”. A mí me causa la impresión de vivir en un país de “nuevos ricos” en su peor acepción y aplaudiendo, ¡cómo no ¡, a aquellos que con dignidad, por su propio esfuerzo o por buena fortuna pasaron de las privaciones de la pobreza a la abundancia de la riqueza.
Afortunadamente conozco jóvenes estudiantes o simples empleados que durante las noches trabajan en el abastecimiento de los supermercados o sacrifican los domingos y las fiestas repartiendo folletos en la calle o haciendo de socorristas en las playas, en plena calina, donde otros compañeros se divierten. Como estos debe haberlos a miles que han adivinado la trampa que en sus vidas supone compartir la existencia con unos padres “sacrificados”. Es chocante que a estos currantes se les considere como auténticos héroes porque se niegan y no admiten vivir complacidos y desistimulados a la SOPA BOBA que diariamente recibirian, sin duda, a la sombra de sus mayores.
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