EL VIEJO CIPRES
Mi jardinero, joven y emigrante, me cuida como al padre que nunca pudo disfrutar. Durante el invierno procura que mi ya antigua casa permanezca cálida y que a mi chimenea no le falte la leña para que mi tensión arterial no se dispare con los fríos.
Cuando hace treinta años heredé de mi madre la casa donde habito era, como las casas de campo de la época, casi inhabitable; sin electricidad y sin confort alguno, sólo veníamos los niños con los abuelos en Julio a la trilla y en Septiembre a la cosecha de las almendras. Recuerdo la pelea entre los hermanos por montarnos en el trillo o por obtener los diez céntimos con que la abuela nos premiaba por descascarillar cada espuerta de almendras. También acude a mi memoria la estampa de mi abuela, muy corvada y pequeña, prensando los panes de higo sazonados de hinojo, cuyo perfume se confundía con el miedo a las picudas sombras que el candil provocaba en aquellas inacabables noches de otoño. En la reforma de la casa conservé sus techos altos y sus puertas por las que aún se cuela el frío, puntual e incómodo invitado de mis inviernos.
Hoy, Nílton, me ha traído entre la leña, los restos de aquel viejo ciprés que plantó mi abuelo y que se tronchó cuando un rayo partió la palmera que aplastó, en su caída, al pobre espectador de la tormenta. Allá en un rincón de la finca ha debido estar hasta hoy. Yo lo tenía olvidado.
Vivir la vejez en el campo estimula los sentimientos y con ellos la plenitud de sentirse vivo entre tanta vida. Se restañan solas las heridas de la vorágine pasada y se aprende a convivir con la serena quietud de las plantas; vives las estaciones, notas que tu sangre se acompasa, reconoces los árboles con sus hojas caídas, y te ilusionan los abultamientos de las ramas embarazadas de hojas y flores a la espera del parto en primavera.. Al alargar el día, identificas cada flor por su nombre y, con los calores, adivinas los senderos, al respirar esencias de mirtos, lavandas, jazmines y mentas.
Con las canas humanizas tus cosas; tu sillón, tu mesa, tu cama, tu jardín, tus plantas... ya no pueden ser otros porque no habrá tiempo para el cambio. Son los amigos que acompañan a mi irremediable vejez. Algunos, como yo mismo, irán de la hoguera al olvido pero otros- mis arboles, mis palmeras y los cipreses que yo planté y que sustituyeron al del abuelo- seguirán creciendo y creciendo como siguen creciendo los olivos, las encinas y los pinos que debió plantar ...ni se sabe. Me ilusiona que mi gente me recuerde por mis plantas. Sé que es la trampa que me tiende la ilusión por sobrevivir, pero me gusta caer de lleno en ese engaño.
Por eso me ha entristecido tanto ver los despojos del viejo ciprés tantos años ajeno a mi memoria..
Al arder, su leña ha dejado en mi cerebro el perfume de mi larga biografía.
Cuando hace treinta años heredé de mi madre la casa donde habito era, como las casas de campo de la época, casi inhabitable; sin electricidad y sin confort alguno, sólo veníamos los niños con los abuelos en Julio a la trilla y en Septiembre a la cosecha de las almendras. Recuerdo la pelea entre los hermanos por montarnos en el trillo o por obtener los diez céntimos con que la abuela nos premiaba por descascarillar cada espuerta de almendras. También acude a mi memoria la estampa de mi abuela, muy corvada y pequeña, prensando los panes de higo sazonados de hinojo, cuyo perfume se confundía con el miedo a las picudas sombras que el candil provocaba en aquellas inacabables noches de otoño. En la reforma de la casa conservé sus techos altos y sus puertas por las que aún se cuela el frío, puntual e incómodo invitado de mis inviernos.
Hoy, Nílton, me ha traído entre la leña, los restos de aquel viejo ciprés que plantó mi abuelo y que se tronchó cuando un rayo partió la palmera que aplastó, en su caída, al pobre espectador de la tormenta. Allá en un rincón de la finca ha debido estar hasta hoy. Yo lo tenía olvidado.
Vivir la vejez en el campo estimula los sentimientos y con ellos la plenitud de sentirse vivo entre tanta vida. Se restañan solas las heridas de la vorágine pasada y se aprende a convivir con la serena quietud de las plantas; vives las estaciones, notas que tu sangre se acompasa, reconoces los árboles con sus hojas caídas, y te ilusionan los abultamientos de las ramas embarazadas de hojas y flores a la espera del parto en primavera.. Al alargar el día, identificas cada flor por su nombre y, con los calores, adivinas los senderos, al respirar esencias de mirtos, lavandas, jazmines y mentas.
Con las canas humanizas tus cosas; tu sillón, tu mesa, tu cama, tu jardín, tus plantas... ya no pueden ser otros porque no habrá tiempo para el cambio. Son los amigos que acompañan a mi irremediable vejez. Algunos, como yo mismo, irán de la hoguera al olvido pero otros- mis arboles, mis palmeras y los cipreses que yo planté y que sustituyeron al del abuelo- seguirán creciendo y creciendo como siguen creciendo los olivos, las encinas y los pinos que debió plantar ...ni se sabe. Me ilusiona que mi gente me recuerde por mis plantas. Sé que es la trampa que me tiende la ilusión por sobrevivir, pero me gusta caer de lleno en ese engaño.
Por eso me ha entristecido tanto ver los despojos del viejo ciprés tantos años ajeno a mi memoria..
Al arder, su leña ha dejado en mi cerebro el perfume de mi larga biografía.